Domando caballos al natural

CaballosRecuerdo que yo tenía quince años cuando un tío nos llevó a los montes del Puerto de San Isidro, en la línea divisoria entre Asturias y León, España. Junto con mi hermano y dos primos pasamos un par de semanas en una cabaña de pastores, en un lugar conocido como La llana de el Fitu, un lugar que es hoy día muy concurrido por las pistas de esquiar. Mientras mi tío se iba a pescar truchas, afición a la que dedicaba todo el día con excelentes resultados, nosotros teníamos todo el tiempo libre. Yo pronto descubrí que a una llanada cercana llegaba una manada de caballos, temprano en la mañana, y se marchaban en la tarde. Y allí los esperaba yo, sentado en medio de la hierba. Al poco, ya los animales me rodeaban y yo jugueteaba con los potrillos, como si fuera uno más.

Había un enorme caballo que me encantaba, y al que quería montar. En un par de días logré que el animal me aceptara encima de su lomo, mientras él pastaba. Yo subía y permanecía sentado sobre él. Estaba yo en eso una tarde cuando la manada se puso en movimiento. Salieron todos al galope corto por aquellos montes, y yo iba cabalgando el hermoso macho, feliz. No tenía silla, ni riendas ni nada, pero no me importaba, porque yo no tenía intención de dirigir al animal; que fuera a donde quisiera, pero conmigo encima.

caballosComo no todo es felicidad, aún en medio de la soledad de aquellos montes, unos ojos me vieron, y me reconocieron, pues yo me parezco mucho a mi padre. Y claro que todo el Concejo de Aller se enteró de que el Hijo de Santiago había estado por San Isidro sobre un caballo salvaje, expuesto a matarse, según agregaron.

Pero lo interesante del asunto es que, muchos años más tarde, viendo documentales en Animal Planet, me enteré de que el método que yo había utilizado para el acercamiento y toma de confianza con el caballo aquel, era el mismo que utilizaron los indios norteamericanos. Se lo considera un método «natural» para la doma, sin agresión hacia el animal, propio de quienes saben «susurrar» a los caballos.

Bastantes años después de aquel suceso, mi padre crió un hermosísimo potro en la finca de Toledo. La madre fue la Lucera, una fuerte yegua asturiana que él había comprado para mi hija, mezclada con una buena parte de percherona, y que se cruzó con un gran caballo de los usados por la policía montada española. El potrillo era soberbio en su estampa, y pude cuidarlo en su primer año de vida. El solía seguirme como si fuera un perrito.

Un día mi padre me pidió que lo montara para domarlo. Yo le dije que no era necesario hacerlo, pero él insistió. Llegado el momento que dispuso, él y algunos amigos se reunieron. Esperaban ver al caballo darme una buena revolcada, pues de estrella del rodeo yo no tengo nada. Yo le coloqué un cabezal sin freno de bocado, lo cinché suave y subí a la silla. El potro volteó su cabeza para mirarme con algo de curiosidad. Yo le hablé, le di una suave taconada y él comenzó a caminar con tranquilidad, como si lo hubiéramos hecho siempre. Dimos un par de vueltas cortas con las riendas flojas, me bajé, lo desensillé, le di una suave palmada y se fue trotando a pastar. No hubo ninguno de los saltos y las violentas escenas a que estamos acostumbrados en las películas de vaqueros. Allí no había nada que domar. El caballo confiaba en mi como lo hubiera hecho con su madre, porque nos unía un fuerte vínculo de amistad.

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Las fotos con las que acompaño este post las tomé el año pasado. Es el mismo lugar de los hechos, pero con muchos años por medio. Un par de hombres revisan una hermosa manada, llevándoles sal y pan duro, cual golosinas.

Yo no creo tener ninguna habilidad especial con los caballos ni con animal alguno. Y estoy seguro de que si uno se encuentra en medio de la llanura africana, cara a cara con un león, justo a la hora de la cacería, terminará siendo su cena, por muy armonioso que vaya. Pero fuera de casos como ese, estoy seguro también que, cuando uno está en sintonía con la naturaleza, y no tiene ánimo alguno de dañar, ni el sentido de posesión o pertenencia, también ocurren cosas maravillosas, y hasta las serpientes se apartan y te dejan pasar, como me sucedió bastantes veces en mis andanzas por selvas venezolanas.


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