En mi pueblo, en Asturias, en la gente de más de cincuenta años siguen predominando las viejas ideas utilitarias: los animales o reportan un beneficio (vacas, ovejas, cerdos, etc.) o son prescindibles. ¡Cuántos cachorros de gatos y perros no han terminado en las aguas del río! Una forma de controlar su número, alegan ellos. Yo he recogido eso en mi cuento titulado «Los gatos de Río Negro». Y cuando la gente se va de vacaciones, pues nada, los gatos que se las arreglen. Ya ellos verán en dónde comen. ¡Lo que sobran son lagartijas! O que busquen ratones, dicen.
La huerta de la casa de mis padres es el comedor popular del pueblo, para los gatos indigentes, los realengos, abandonados y los que, sin estar abandonados no tiene dueños que miren por ellos. Porque nacer en los predios de una casa no garantiza que los dueños de la misma sean sus alimentadores ni cuidadores.
Fuera del gato pinto, que mi madre considera que ya es de la casa, en esta ocasión que estoy pasando unos días cuento otros cuatro más, inquilinos ya habituales. Y al anochecer he contado hasta quince comensales felinos de todos los colores y edades. Porque entre mi madre y mi tío Rufo los mantienen. Cuando ellos vienen del mercado, son más las bolsas y latas de comida para gatos que para nosotros.