Hace poco más de un mes, estando yo en Caracas, mi hija me llamó angustiada desde Madrid. Esa semana se había llevado a su gatita siamesa Aiko para su nuevo apartamento, y un día la había dejado sola por varias horas. Por temor a que pudiera caerse a la calle, no había dejado ni el balcón ni las ventanas abiertas en las áreas disponibles para la gata. Cuando llegó intentó jugar un poco con ella, pero la gatita estaba sentada, quieta, mirándola, pero con la mirada apagada, triste. Emitió un leve y corto maullido y se cayó, desmayada.
El susto de mi hija fue mayúsculo, pues pensó que se había muerto. Pero un ratito después se reanimó sola. El veterinario opinó que había sufrido un golpe de calor. A mi hija le pareció que el apartamento no estaba particularmente caliente, pero si que fue lo suficiente como para afectar a Aiko.